Mi nombre es Madeleine Fournier. Tengo 86 años y hay algo que debo decir antes de que sea demasiado tarde, antes de que mi voz se apague para siempre. He visto a mujeres embarazadas obligadas a elegir entre tres puertas. Tres puertas numeradas, alineadas al final de un pasillo frío y húmedo, iluminadas solo por una lámpara que parpadea como un corazón moribundo. No hay letreros, no hay explicaciones, solo tres puertas metálicas pintadas de gris, cada una de las cuales oculta un destino diferente, todas ellas crueles, todas diseñadas para destruir no solo nuestros cuerpos, sino también nuestras almas. Los soldados alemanes no nos dieron tiempo para pensar. No nos dieron tiempo para rezar. Solo señalaron las puertas y ordenaron con una frialdad aterradora: "¡Elijan ahora!" Y nosotras, las jóvenes, asustadas, con nuestros hijos moviéndose dentro de nosotras, nos vimos obligadas a tomar una decisión sobre qué forma de sufrimiento nos tocaría. Elegí la puerta número 2 y durante 61 años llevé el peso de esa elección como una roca en mi pecho, aplastando cada respiración, cada noche de sueño, cada momento de silencio. Hoy, sentada frente a esta cámara, con manos temblorosas y voz quebrada, contaré lo que sucedió detrás de esa puerta. No porque quiera revivir el horror, sino porque esas mujeres que ya no merecen ser recordadas. Merecen ser más que números olvidados en archivos polvorientos. Y porque el mundo necesita saber que la guerra no solo elige a los soldados como víctimas: elige a las madres, elige a los niños, elige la vida que aún no ha nacido y la aplasta sin piedad.
Fue el 9 de octubre de 1943. Tenía veinte años y vivía en Vassieux-en-Vercors, un pequeño pueblo en las montañas del sureste de Francia, rodeado de muros rocosos y densos bosques de pinos. Era un lugar aislado, olvidado por el mundo, donde las estaciones pasaban lentamente y la gente vivía con poco: patatas, leche de cabra, pan duro compartido entre vecinos. Antes de la guerra, esta soledad era una bendición. Después de la invasión alemana de Francia en 1940, se convirtió en una trampa. Mi esposo, Étienne Fournier, fue llevado en abril de ese año para ser enviado a trabajos forzados en una fábrica de municiones en Alemania. Recuerdo el día en que vinieron a llevárselo. Estaba cortando leña en el patio, sudando profusamente, con las mangas de su camisa arremangadas hasta los codos. Cuando vio a los soldados subir la colina, dejó caer el hacha y me miró con una mirada que decía todo sin palabras: "No te resistas, no te enfrentes, mantente viva". Lo llevaron allí, de inmediato. No le permitieron una despedida adecuada. Lo llevaron en una camioneta con otros hombres del pueblo, y yo me quedé allí, con el viento frío acariciando mi rostro, mirando el polvo levantarse del camino mientras la camioneta desaparecía por la montaña. Fuente…

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