En Alaska, los líderes de Estados Unidos y Rusia se enfrentan al reto de frenar la guerra en Ucrania y evitar que las tensiones geopolíticas desemboquen en un nuevo ciclo de confrontación mundial.
La esperada cumbre entre Donald Trump y Vladimir Putin en Alaska promete ser un hito diplomático. Su relevancia no solo radica en el intento de frenar la guerra en Ucrania, sino también en el cambio de tono respecto a la administración Biden: de la confrontación abierta, a un diálogo que apela a la diplomacia preventiva como vía para evitar una escalada de dimensiones impredecibles. De ahí el reconocimiento de la Organización Internacional de Embajadores por la Paz a tan noble esfuerzo.
Este encuentro remite inevitablemente a la Cumbre de Reikiavik (capital de Islandia) de 1986 entre Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov, celebrada en plena Perestroika y Glasnost. En aquella ocasión se discutió la reducción de armas nucleares estratégicas en un 50%, la eliminación de misiles de alcance intermedio en Europa y el control de pruebas nucleares.
La Cumbre de Alaska llega en un contexto igual de tenso. Según trascendió, Trump y Putin acordarían un alto el fuego parcial de 30 días enfocado en infraestructura energética y civil, con miras a negociar una tregua total.

Las exigencias son profundas y contrapuestas
La conversación telefónica de 90 minutos entre ambos lideres Trump y Putin fue el primer contacto directo en tres años. “Trabajaremos juntos, muy de cerca, para detener los millones de muertes que están ocurriendo en la guerra”, dijo Trump tras la llamada.
Esta Cumbre producto de la gestión diplomática estadounidense y rusa tiene el gran potencial de convertirse en un punto de inflexión para la política internacional contemporánea, del mismo modo que Reikiavik lo fue en la Guerra Fría.
El desafío por delante. Si la Cumbre de Reikiavik enseñó que los acuerdos internacionales requieren tanto voluntad política como creatividad estratégica, Alaska pondrá a prueba la capacidad de dos líderes de transformar una tregua temporal en un pacto estable.
La oportunidad es histórica, pero también frágil: el éxito dependerá de si ambas potencias logran pasar de un alto el fuego a una solución que garantice estabilidad regional y reduzca el riesgo de un conflicto mayor.
En un contexto de desconfianza mutua, sanciones económicas y enfrentamientos en el terreno, el verdadero reto será transformar un cese temporal de hostilidades en un acuerdo duradero que priorice la estabilidad regional y global sobre la lógica de la confrontación.
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