Tenía 17 años. No llevaba uniforme. No portaba medallas. Pero durante la guerra, una adolescente soviética logró lo que muchos hombres armados jamás se atrevieron a intentar.
Su nombre era Zinaida Portnova, y su historia merece ser contada.
Todo comenzó en 1941, cuando Zina, de apenas 15 años, visitaba a su abuela en una aldea bielorrusa. Allí presenció la brutalidad del ejército invasor: campesinos golpeados, aldeas saqueadas, animales robados. El miedo se respiraba en el aire.
Ese día, algo cambió en ella.
Se unió a la resistencia. Comenzó como mensajera, pero pronto aprendió a sabotear trenes, cortar suministros y espiar posiciones enemigas. Incluso contaminó los alimentos destinados a las tropas. Se estima que sus acciones provocaron más de cien bajas. Era silenciosa, implacable, invisible.
En 1943, se infiltró como cocinera en un cuartel. Envenenó la comida. Cuando sospecharon, le ordenaron probar la sopa. Y lo hizo. Cayó enferma, pero sobrevivió. Su valor no tenía límites.
La persiguieron. Se refugió en los bosques. Continuó luchando. Hasta que fue capturada durante una misión.
Durante el interrogatorio, un oficial la golpeó. En un momento de descuido, Zinaida le arrebató el revólver, lo mató y disparó contra los demás guardias. Intentó escapar. Fue recapturada.
La torturaron. Nunca reveló nada.
La ejecutaron en enero de 1944.
Tenía 17 años.
Décadas más tarde, la Unión Soviética le concedió su máximo honor: Héroe de la Unión. Su rostro adorna monumentos, escuelas y calles… pero fuera de Europa del Este, pocos conocen su nombre.
Zinaida Portnova no fue una víctima. Fue un símbolo.
No murió por miedo. Murió por decisión.
Y su historia, aún hoy, nos recuerda que hay batallas que solo se ganan con dignidad.
Datos históricos
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